En ocasiones la vida se acomoda a la rutina. A medida que crecemos nos acostumbramos a lo familiar y ello hace que nos sintamos seguros. Durante generaciones y generaciones esto es lo que les sucedió a los habitantes de un pequeño pueblo de montaña. Las personas que vivían en este entorno seguían unas tradiciones que propiciaban que sus vidas se adaptaran al ritmo de la naturaleza. Las cosechas de las patatas se producían en determinadas estaciones. El ganado se desplazaba a los pastos de temporada, subiendo y bajando de las montañas. Todo el mundo esperaba que las cosas continuarían siendo siempre iguales.
Pero de la misma forma que las pautas se hacen familiares, también los cambios son inevitables. Las cosas nunca permanecen inmutables. Y esto es lo que experimentaron los habitantes de este pueblo en concreto. Muchos pensaban que las cosas se estaban escapando a su control. Durante las últimas estaciones el clima no había sido benigno, y se encontraban con que tenían menos comida y más bocas que alimentar.
El lugareño más anciano se reunió con el consejo del pueblo. “No somos capaces de controlar muchas de las cosas que nos están sucediendo”, advirtió, “así pues, nos tenemos que adaptar a ellas. Es la única forma de asegurar la supervivencia y la felicidad de nuestra gente”. El consejo decidió enviar a diez jóvenes a la capital para que pudieran encontrar trabajo, con la esperanza de que enviaran dinero para ayudar a la comunidad.
Una vez fueron escogidos, los diez jóvenes emprendieron el largo y arduo viaje. Tenían que atravesar muchas cordilleras, cruzar barrancos y sortear ríos. Durante su trayecto se enfrentaron a múltiples retos que superaban con éxito, hasta que finalmente tropezaron con un obstáculo que hizo que se sintieran frustrados. Frente a ellos había un ancho río de traicioneras corrientes y peligrosos remolinos que parecía infranqueable. Estuvieron durante un rato explorando su curso, buscando el paso menos profundo y más seguro. Había sólo una pequeña posibilidad; un paso salpicado de rocas mojadas y resbalaladizas que podían servir de punto de apoyo para saltar. Protegida junto a un acantilado y parcialmente oculta por los árboles, la ruta no era totalmente visible par quienes permanecían en la orilla. Apenas se podían prestar ayuda entre sí. Cada uno de ellos se tenía que valer por sí mismo.
Uno por uno realizaron el peligroso trayecto. Cuando parecía que todos habían alcanzado la orilla opuesta alguien sugirió efectuar un recuento, para asegurarse de que todo el grupo estaba a salvo. Uno de los jóvenes contó. Eran sólo nueve. ¿Quién podía faltar? ¿Qué le podía haber sucedido a la persona que faltaba?. La inquietud se apoderó del grupo mientras trataban de dilucidar cuál de sus compañeros podía haber resbalado y caído en las peligrosas aguas y tras ser arrastrado río abajo, tal vez podía haberse ahogado. Examinaron las orillas, pero no veían a nadie ni dentro del cauce ni a la vera del río. ¿Qué debían hacer?
Cuando se volvieron a reagrupar, un segundo joven decidió contar de nuevo. El resultado fue el mismo. Estaban muy preocupados, por lo que decidieron reemprender la búsqueda, recorriendo la ribera con el máximo detenimiento, pero no hallaron el más mínimo rastro de su amigo perdido.
Otro recuento confirmó el suceso. De hecho, cada uno de los jóvenes contó a los componentes del grupo y todos obtuvieron el mismo resultado. Estaban seguros de que uno de sus amigos había perecido en las turbias aguas del salvaje y turbulento río. Un sentimiento de tristeza y dolor se apoderó de ellos, y el grupo se reunió para llorar la pérdida de su amigo.
En ese momento, un extraño que se encontraba por las inmediaciones se detuvo para preguntar por el motivo de su tristeza. Los jóvenes explicaron cómo un grupo integrado por diez de ellos habían partido de su pueblo; de forma inconsciente habían cruzado ese peligroso río, y uno de sus amigos había desaparecido al intentarlo, ya que al llegar a la orilla y efectuar el recuento sólo había nueve personas. Con toda probabilidad se habría ahogado. No había otra explicación, puesto que lo habían buscado con la máxima diligencia. ¿Qué otra cosa cabía hacer sino llorar la pérdida?
El viajero, haciéndose cargo de la situación, preguntó el nombre del amigo desaparecido. Los jóvenes se quedaron perplejos. Entre ellos se cruzaron miradas, pero nadie acertaba a decir cómo se llamaba la persona que faltaba. El extraño les pidió que efectuaran un nuevo recuento. Una vez más, cada uno de los jóvenes contó el número de componentes del grupo, y todos sin excepción llegaron a la misma conclusión. Definitivamente, eran sólo nueve.
Tras estallar en carcajadas, el extraño trató de tranquilizarlos “No falta nadie”, les dijo. “Es bueno, y de hecho es importante, que nos preocupemos por los demás y nos valoremos los unos a los otros. Pero no valorarse uno mismo también tiene consecuencias negativas. El problema es que cada uno de vosotros ha sido tan modesto que ha omitido contarse a sí mismo.
Rafael Guerrero . Copsica – Psicólogos Sevilla
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